Cuentan las crónicas, que cierta tarde de primavera habíase reunido esa figura de la sátira, conocido como, D.Francisco de Quevedo con un grupo de amigos. Y mientras trasegaban el vino de costumbre, aguado como siempre por el tabernero, comentaban los cotilleos de la corte de España. De todos era conocida la animadversión que el Conde Duque de Olivares profesaba por el genial Quevedo, quien en no pocas ocasiones había burlado en público merecidamente.
Pero en esta ocasión habíanse reunido no para hablar del Conde, sino de la Reina, una magnífica mujer que sin embargo lucía una regia cojera. Nadie en toda la corte, desde el más noble al más capón, podía si quiera desviar una mirada hacia el inestable caminar de la soberana, y ay de aquel cuya faz por una mueca fugaz se viera delatado, que podía en un tris recibir del alabardero, un buen mamporro de su alabarda, o peor; de acabar con sus huesos en una fría mazmorra por una temporada.
Pero ahí estaba Quevedo, que con una trama bien urdida apostó con sus compañeros que llamaría a la reina "coja" en su propia cara. Mil dineros pusieron sobre la mugrienta mesa y si Quevedo ganaba, recibiría otros mil del Marqués de Calatrava.
Llegado el día decidido se presentó Quevedo ante la soberana portando en su diestra una rosa y un clavel en la siniestra.
Ahí estaba toda la corte reunida y ante público tan noble, a modo de testigos, mostró ambas flores a la reina para que admirara su textura y gozara de su aroma y entonces haciendo una reverencia le declaró:
"Majestad; entre este clavel y esta rosa, su majestad escoja".
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