Esta entrada solo pretende reflejar el absurdo de la guerra, no quiero entrar en profundizar sobre ningún tema relacionado con la guerra civil española, porque daría para muchas entradas, hay miles de libros escritos sobre el tema y aún leyéndolos todos creo que no nos haríamos a la idea de lo que tiene que ser sufrir en tus propias carnes la guerra. Como podréis apreciar la historia esta contada desde el punto de vista del capitán legionario.
Os dejo con esta historia, que me hace pensar en la frase: ¿Y si hubiera una guerra y no fuera nadie?
En la Ciudad Universitaria, el capitán de la
Legión Carlos Iniesta contempla un retacito de verdor primaveral que asoma por la tronera del efugio donde redacta el parte. Inspirado, escribe:
11 de abril 1937. A las 10 horas. Ataques vecinos más fuertes. Les envié recado de que retirasen carros, pero no me hicieron el mas puñetero caso. Convencido ya de que lo que hacen a mala leche, les estamos zumbando con botellas de gasolina. Quemando uno frente al hito del kilómetro 9. Tengo más de cincuenta bajas. Teniente Perrino Villalón herido grave. Ruego granadas de mano, no importa su marca.
El capitán Carlos Iniesta.
Siguen unos días de relativa calma con tiroteos diurnos rutinarios. Al anochecer, el fuego disminuye de intensidad hasta que se hace el silencio. Algún soldado bromista le da las buenas noches al enemigo con una bocina de hojalata. Los nacionales son legionarios; los republicanos, milicianos de la
CNT. Conversan de trinchera a trinchera como vecinos. Los
legionarios tienen un gramófono en el que ponen a todo volumen el chotis
Rosa de Madrid a petición de los milicianos.
Entre las dos trincheras, en la tierra de nadie, se pudren algunos cadáveres de milicianos caídos en el último ataque.
- ¡Eh, los de la
Pasionaria! - grita un legionario -. ¡Bien podíais enterrar a vuestros muertos, que cuando sopla el cierzo nos llega un pestazo que no hay quien lo aguante!
- ¡Si, hombre! - le replica un cenetista -. ¡Para que nos friáis a tiros en cuanto asomemos la jeta!
- ¿Que dices, desgraciao? -responde el lejía-. Nosotros somos caballeros legionarios y sólo combatimos de frente y con honor.
El capitán Iniesta Cano toma la bocina e interviene.
- ¡Eh, los rojillos! Que sepáis que no abriremos fuego contra los que salgan a retirar los cadáveres.
Los dos bandos acuerdan la tregua: a las diez de la mañana del día siguiente, 18 de abril de 1937, pondrán una bandera blanca en cada trinchera y a continuación un oficial de cada bando saldrá al descubierto para conferenciar con el otro sobre las condiciones. Para evitar fallos o malentendidos sincronizan los relojes.
Los legionarios proporcionan a su capitán ropa nueva y recién planchada, incluidos los guantes blancos del uniforme de gala. Además, acopian tabaco, coñac y vino para obsequiar al enemigo, que vean lo rumbosos que somos.
El capitán Iniesta aparece sobre el parapeto a la hora convenida, hecho un figurín. De la trinchera opuesta sale un teniente republicano “pequeño, desharrapado, con unas malas alpargatas, muy viejo, sin afeitar, con unas antiparras colocadas casi sobre la punta de la nariz”.
El legionario y el cenetista avanzan hasta el centro de la carretera. A tres pasos el uno del otro se cuadran y saludan en posición de firmes. El cenetista se lleva el puño a la sien:
- A tus órdenes, capitán.
Dan dos pasos al frente y se estrechan la mano.
El teniente republicano invita al capitán nacional a que dirija la retirada de los cadáveres. Iniesta se vuelve hacia su trinchera y ordena comparecer a los nueve legionarios que ha prevenido. Los hombres, perfectamente uniformados, saltan del parapeto y se alinean junto a su oficial en perfecta formación. Llevan consigo el tabaco y los licores.
Del parapeto republicano empiezan a saltar milicianos, primero unos pocos, luego por docenas. “Cientos de milicianos a los que nadie pudo contener – recordará Iniesta -. Su entusiasmado es difícil de describir. Se abrazaban a nuestros legionarios (tras los nueve de escolta saltaron muchos más), cogían cigarrillos y descorchaban botellas; por su parte, ofrecían librillos de papel para liar tabaco, que escaseaban en nuestras líneas por hallarse las fábricas en la zona no liberada de Levante.
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En fin... aquello parecía una verbena o cualquier otra cosas menos un alto el fuego tras los duros combates sostenidos […] yo en el lugar del prohibido armamento llevaba una cámara y tomé algunas fotos. En algunas de ellas puede observarse claramente cómo la camilla que transporta algún cadáver adversario la llevan entre un miliciano y un legionario. Rojos y legionarios alternaban unidos en el trabajo de trasportar camillas con un descanso sentados en el suelo, en grupos mixtos, como si se tratase de un día de vacaciones o de fiesta en el campo. Se ofrecían bebidas y fumaban mientras charlaban animosos o intercambiaban prensa”.
A la caída del la tarde cada cual volvió a su trinchera.
“Pasaron varios días hasta que aquella unidad perteneciente a la
CNT fue relevada por otra comunista mandada por un tal Perea, que empezó a disparar contra nosotros con armas automáticas, fusiles, granadas de mortero y todo cuanto tenían, sin perder un minuto”.
Sacado del libro: Una historia de la guerra civil que no va a gustar a nadie - Juan Eslava Galán
( páginas 197 a 199 )